En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

domingo, 12 de febrero de 2017

Mil vidas y ninguna

Tumbado en la fresca yerba, con el arrullo del agua adormeciendo sus sentidos y la vista perdida en el cielo azul, donde unas pocas nubes difuminadas espoleaban imágenes ora de titanes disputando ora de velocísimas bestias surcando el firmamento, dejó pasar el tiempo y las emociones que turbaban su corazón fueron apagándose, como un instrumento con sordina deja morir la música lentamente. 

***

Fabulamos, sentimos, sufrimos; jugamos una y otra vez con nuestras criaturas, con situaciones imposibles, sufrimientos improbables que van dando un carácter propio a lo que escribimos. Ponemos mucho de nosotros, de lo que somos, de lo que creemos ser, de lo que nos gustaría ser, en esos personajes que nos acompañan durante mucho tiempo, incluso más allá del momento en que das carpetazo a su historia -y ya digo que las mías acaban muriendo mucho antes de ver la luz, pero imagino que el sentimiento es compartido por cualquier fabulador.

¿Qué ocurre cuando nos poseen?, ¿cuando la esquiva musa se apropia de nosotros y escribimos, escribimos como posesos, apenas conscientes de lo que nos rodea?

Puede ser un día entero, pueden ser unas increíblemente productivas horas o ese momento en el que ideas vagas confluyen en mística conjunción obedeciendo a un plan oculto que sólo en ese momento de epifanía se te revela. Te conviertes en profeta, el vago humo de las ideas fermenta y se materializa invocado por la musa esquiva a la que las más de las veces has de convocar con esfuerzo, sudor y oficio.

Mientras tecleo esto me vienen a la cabeza las palabras que escribiera Robert E. Howard:

"[...] pareció crecer en mi mente sin que hiciera falta demasiado trabajo por mi parte, e inmediatamente una riada de historias empezó a fluir de mi pluma -o, más bien, de mi máquina de escribir- sin mediar casi esfuerzo por mi parte. Fue como si, en lugar de crear, estuviera relatando unos hechos que habían tenido lugar realmente [...]. El personaje de apoderó por completo de mi mente y expulsó de allí todo lo relacionado con la escritura, a excepción de sí mismo" (1).

Concedo que podría haber buscado una cita algo menos pulp y más canónica pero expresa muy bien la sensación de posesión que puede asaltarte en esos momentos afortunados en los que la chispa prende y los personajes cobran vida más allá de lo que parecería sano.

A través de ellos has vivido mil emociones, mil sufrimientos, mil vidas. Pueden, en algunos momentos, convertirse en compañeros más fiables, más leales que los de la propia realidad y me pregunto, a veces, sólo a veces, qué te dejan qué efecto tienen en el humos de nuestra mente, en nuestras entrañas.

Si a un lector ávido le sorbieron el seso las novelas de caballerías, ¿qué marca indeleble pueden dejarnos a los fabuladores?, ¿podemos aspirar a salir indemnes de tal ejercicio?

Descarto los casos de identificación plena que hemos leído u oído en el caso de algunos actores que mientras viven un personaje se vuelven mezquinos como él o acaban al final de sus días viviendo en ataúdes. No. La cuestión que me asalta es algo más sutil. Intentaré explicarme.

Posiblemente, si estamos cuerdos podemos salir del trance creador sin señal alguna, mas no puedo dejar de pensar que a veces, sólo a veces, cuando toman prestada tu capacidad de emocionarte, de sentir, van consumiéndola poco a poco.

Supongamos que cuando fuerzas tu corazón a sufrir o a exaltarse, dejas volar tu mente hacia momentos dolorosos imaginados, hacia dilemas imposibles que pongan a prueba tus sentimientos -los que has de prestarles a ellos, con los que has de insuflarles algo de alma- entregas una pequeña parte de ellos, una parte diminuta, infinitesimal. Tan sólo un ápice de esa misma emoción.

Entonces, sin quererlo, ya hay una pequeña huella, de algún modo has mancillado la pureza de tu capacidad de sentir. ¿Qué ocurre cuando la vida, la vida real, la que te acaricia, golpea o ignora te pone a prueba y te enfrenta con esa emoción, con esa situación mil veces imaginada, mil veces sentida?

Es como cuando has practicado cien veces una entrevista, una respuesta a una pregunta incómoda. Has forjado un automatismo.

¿Puede ocurrirnos lo mismo? Quizás, sólo quizás, no lo vives igual porque ya has imaginado mil veces situaciones y emociones parecidas, has explorado todas las reacciones posibles y plausibles; has imaginado rabia y desolación, abatimiento y resignación, alegría y exaltación, amor y cariño, melancolía. ¿Y si en vez de sentir estuvieras escogiendo de un repertorio? ¿la más adecuada a la imagen que de ti has creado? ¿Y si la experiencia, el saber con el que has jugueteado en tus mundos imaginados, fuera consumiendo tu capacidad genuina, la emoción de la primera vez?

Incluso podrías ir más allá. Mientras una parte de ti vive inmersa en esa realidad, otra la desmenuza y clasifica pensando en qué puedes utilizar más adelante, en cómo puedes aplicar esa enseñanza para dotar de mayor veracidad a tus monstruos.

Sí, digo monstruos porque en ese instante te arrastran a su mundo sin compasión alguna por ti, su pobre fabulador incapaz de encadenar a sus criaturas.

Es solamente una hipótesis, una idea que vaga desde hace tiempo entre las sombras de mi cabeza, esos abortos que nunca germinan, que claman contra la nada a la que los condeno.

Una pregunta, una duda, un temor incluso, que en algunas madrugadas, ante el silencio de la pantalla en blanco, se enseñorea del campo devastado de mis proyectos:

¿Y si al imaginar mil vidas no vivieras ninguna?
 

***

Dejemos que la aguas vuelvan a su cauce, busquemos la paz que nos proporciona esta fuente umbría que sirve de punto de ancla a este río que discurre al azar, sin rumbo fijo ni control.



(1) Tomado de Conan, el Cimmerio 1, Robert E. Howard. editorial Timun Mas