Al igual que un dibujante ejercita su pulso emborronando el primer papel en blanco que encuentra, ya sea el boceto de un trabajo que tiene en mente, una imagen que le llama la atención mientras espera al amigo inconstante que siempre llega tarde o esbozos recurrentes en los que puedes seguir su evolución y sus obsesiones particulares; del mismo modo sientes la necesidad de jugar con situaciones, descripciones y frases que se repiten de forma constante en tu memoria. Imágenes que transformas en palabras con la esperanza de que reflejen fielmente las emociones que despiertan en tu interior. O los pensamientos, creencias y códigos sobre los que vuelves una y otra vez.
La mayor parte de estos párrafos imaginados quedan enterrados en la memoria donde el polvo del olvido los cubre pudorosamente. Pasado ese momento de inspiración y llegado el de trasladarlos al papel nunca quedan tan brillantes, tan potentes. Mejor, el olvido.
Sólo con mucho esfuerzo salen a la luz. Ya dije que esta fuente umbría tenía mucho de libertadora de pensamientos pergeñados, madurados en la oscuridad durante mucho tiempo.
Me faltan, lo reconozco, disciplina, sentido y objetivo para volcarlos al papel. Sigo siendo un romántico irremediable, hablo y pienso en papel, añoro la pluma con la que pocas veces escribí. Lo sustituimos por la pulcra eficiencia del procesador de texto, aunque se empeñe en corregirte palabras, frases y expresiones correctas.
Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, que bregaba una batalla solitaria en los intersticios de las peñas. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, que se arremolinaba en un silbido agudo y quejumbroso hiriendo los oídos.
Es un proceso duro al que sólo pones coto por cansancio o por una moderada satisfacción (al volver sobre un texto siempre estarías dispuesto a cambiar algo, por mínimo que fuera).
Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, bregando en los intersticios de las peñas una batalla solitaria. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, arremolinado en un silbido agudo y quejumbroso que hería los oídos.
En realidad, sólo estás a salvo mientras mantienes las palabras, las frases y las ideas encerradas en tu interior, mientras juegas con ellas y las dejas macerar, bullir en una nebulosa de la que sólo percibes retazos, hebras apenas aprehendibles, imágenes difusas que componen un collage que sólo tú comprendes. Mientras estás en el mundo de lo posible, que sólo tú aprecias y en el que habitas como un demiurgo infinitamente creador, sin límites, sin trabas.
Llega un momento, empero, en que esas ideas se hacen demasiado fuertes, ansían la vida de lo escrito y has de dejarlas salir. Exponerlas a la degradación de lo escrito o ahogarlas para siempre en el silencio. Entonces, rendido ante lo inevitable, templas las palabras eliminando la escoria, lo superfluo, martilleas el teclado moldeando frases y párrafos que acojan a esas ideas mil veces soñadas en tu cabeza. Es un destilado que deja un producto impuro, porque siempre lo imaginado será superior a lo escrito, ya lo dije, y una vez leído nunca sonará tan hermoso, terrible, dramático, poético...
En esta batalla siempre peleo en desventaja, he de reconocerlo, y las más de las veces termino contemplando con pesar la desolación de la derrota.
Ante él se extendía un paisaje áspero, salpicado de rocas, donde sólo unos retazos de musgo amarillento rompían la grisácea monotonía. El viento silbaba agudo, espoleado a impulsos desabridos. Una desolación que acompañaba el vacío de su corazón.
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