En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Apuntes

Se acercó al borde de la charca, por entre las ramas de los sauces, y buscó un lugar seco donde sentarse en la orilla. Allí, tomó su cuaderno de la ajada mochila de cuero, lo abrió por la primera hoja en blanco que encontró y tras una corta inhalación comenzó a dibujar. Sus ojos iban de una imagen a otra, revoloteando como un colibrí, deteniéndose sólo su suficiente para que su mano, segura y rápida, abocetara rápidamente lo que había captado su atención. 

***

Al igual que un dibujante ejercita su pulso emborronando el primer papel en blanco que encuentra, ya sea el boceto de un trabajo que tiene en mente, una imagen que le llama la atención mientras espera al amigo inconstante que siempre llega tarde o esbozos recurrentes en los que puedes seguir su evolución y sus obsesiones particulares; del mismo modo sientes la necesidad de jugar con situaciones, descripciones y frases que se repiten de forma constante en tu memoria. Imágenes que transformas en palabras con la esperanza de que reflejen fielmente las emociones que despiertan en tu interior. O los pensamientos, creencias y códigos sobre los que vuelves una y otra vez.

La mayor parte de estos párrafos imaginados quedan enterrados en la memoria donde el polvo del olvido los cubre pudorosamente. Pasado ese momento de inspiración y llegado el de trasladarlos al papel nunca quedan tan brillantes, tan potentes. Mejor, el olvido.

Sólo con mucho esfuerzo salen a la luz. Ya dije que esta fuente umbría tenía mucho de libertadora de pensamientos pergeñados, madurados en la oscuridad durante mucho tiempo.

Me faltan, lo reconozco, disciplina, sentido y objetivo para volcarlos al papel. Sigo siendo un romántico irremediable, hablo y pienso en papel, añoro la pluma con la que pocas veces escribí. Lo sustituimos por la pulcra eficiencia del procesador de texto, aunque se empeñe en corregirte palabras, frases y expresiones correctas.

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Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, que bregaba una batalla solitaria en los intersticios de las peñas. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, que se arremolinaba en un silbido agudo y quejumbroso hiriendo los oídos. 

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Decía que me faltan objetivo y disciplina. Es cierto. Si bien esa ausencia no empaña la emoción de buscar la palabra adecuada, el orden y tono exactos; es más, puede que espolee esa búsqueda. Una actividad que no siempre resulta placentera pero que deviene en un juego absorbente, capaz de mantenerte frente a un párrafo probando con sutiles cambios, insignificantes unas veces, radicales, otras.

Es una búsqueda hermosa, hasta noble, y como todas, ardua y frustrante; un Grial de infinitas posibilidades que apuras durante horas y horas, siempre con un regusto amargo.

A veces, mientras contemplas lo que vas tecleando -seamos precisos y dejemos de lado el romanticismo- la duda crece al tiempo que lo hace un impulso terrible: borrarlo todo y comenzar de cero. Es más, hay algo oscuro, casi perverso y seguramente vengativo en ese deseo de empezar de nuevo: una rebelión contra la fuerza de lo ya escrito. 

Las palabras impresas en la hoja adquieren vida propia, escapan de tu control, e inician un desafío silencioso y altanero. Lees lo escrito y comienzas a dudar de tu capacidad para terminarlo, te detienes ante un cambio que quizás arruine todo un párrafo en el que has volcado todo tu esfuerzo, temes destruir la trabazón interna que sentías seguir o, simplemente, sospechas que has llegado a un callejón sin salida. Sólo algunas veces te sorprendes ante la fuerza de lo escrito y esas ocasiones pueden llegar a ser las peores, pues reconoces tu incapacidad para estar a la altura de ese brevísimo momento de gloria.

Así pues, puedes verte arrastrado a un abismo de inseguridad que te atenaza con fuerza, en el que sólo ves oscuridad, un dédalo de palabras, frases, significados que navegan en un mar embravecido de posibilidades infinitas. Si cedes y te dejas arrastrar a sus profundidades cambiantes puede ser el final de tu aventura, una condena al ostracismo para esa historia que pugnaba por nacer, que bullía reverberando en tu interior. A veces, sabes que haces lo correcto, otras, tendrás siempre la duda.

Es un proceso duro al que sólo pones coto por cansancio o por una moderada satisfacción (al volver sobre un texto siempre estarías dispuesto a cambiar algo, por mínimo que fuera).

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Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, bregando en los intersticios de las peñas una batalla solitaria. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, arremolinado en un silbido agudo y quejumbroso que hería los oídos. 

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En realidad, sólo estás a salvo mientras mantienes las palabras, las frases y las ideas encerradas en tu interior, mientras juegas con ellas y las dejas macerar, bullir en una nebulosa de la que sólo percibes retazos, hebras apenas aprehendibles, imágenes difusas que componen un collage que sólo tú comprendes. Mientras estás en el mundo de lo posible, que sólo tú aprecias y en el que habitas como un demiurgo infinitamente creador, sin límites, sin trabas.

Llega un momento, empero, en que esas ideas se hacen demasiado fuertes, ansían la vida de lo escrito y has de dejarlas salir. Exponerlas a la degradación de lo escrito o ahogarlas para siempre en el silencio. Entonces, rendido ante lo inevitable, templas las palabras eliminando la escoria, lo superfluo, martilleas el teclado moldeando frases y párrafos que acojan a esas ideas mil veces soñadas en tu cabeza. Es un destilado que deja un producto impuro, porque siempre lo imaginado será superior a lo escrito, ya lo dije, y una vez leído nunca sonará tan hermoso, terrible, dramático, poético...


En esta batalla siempre peleo en desventaja, he de reconocerlo, y las más de las veces termino contemplando con pesar la desolación de la derrota.

***

Ante él se extendía un paisaje áspero, salpicado de rocas, donde sólo unos retazos de musgo amarillento rompían la grisácea monotonía. El viento silbaba agudo, espoleado a impulsos desabridos. Una desolación que acompañaba el vacío de su corazón.

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