En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

miércoles, 3 de mayo de 2017

La caja

Con infinita ternura levantó el brazo de la niña que dormía hecha un ovillo; abrió su mano, pequeña, suave y cálida, y lentamente cogió la caja de madera. La depositó cuidadosamente encima de la mesilla. Su caja de tesoros. La pequeña exhaló un hondo suspiro, masculló en sueños.

"No la abras, papá. Nunca" Sonrió al recordar tan severa admonición.

Conocía parte del contenido: una pequeña concha de vieira, plana, de color rosado, la más bonita de las que cogieron dos veranos atrás; aquella canica brillante, algo desconchada, que encontró en una expedición al trastero de los abuelos; los "diamantes" que dejaron los Reyes Magos en una bolsita de cuero; unas monedas (francos y pesetas en desuso); un dibujo de Spider-Man -uno de los primeros que le abocetó, recuperando viejos hábitos-. Las otras pertenecían al corazón de su hija, a recuerdos e historias privadas, íntimas, a la imaginación de una niña de ocho años. Fueran cuales fuesen.

La arropó un poco y abandonó la habitación para continuar la ronda nocturna.

***

Vivimos en una sociedad inmediata, ansiosa de poseer, disfrutar, utilizar, desechar y correr hacia la próxima experiencia en un ciclo que parece no tener fin. Consumimos como si no hubiera mañana, poseemos infinidad de cosas a las que paradójicamente apenas damos valor, a juzgar por el cúmulo de basura que apilamos sin medida. Llenamos nuestras casas de prendas de un sólo uso, lámparas en las que no puedes reemplazar la bombilla, piezas de mercadotecnia de la última serie de moda, elementos de diseño impersonal, infinidad de cachivaches. 

Todo ello, al mismo tiempo que lanzamos a la nube nuestros recuerdos, nuestras experiencias acumuladas en gigas de fotos y vídeos que mendigan un me gusta en las redes sociales.

Hay momentos en que la paradoja me abruma, la falta de sentido me incapacita, me hace desear huir, correr hasta quedarme sin aliento. Especialmente, cuando veo ese aprecio sin medida que vierten los más pequeños por las cosas más insólitas.

Quiero creer que todavía no han sido mancillados por el ansia consumista -aunque sean tremendamente vulnerables al capricho y a la publicidad- pero ante sus elecciones idiosincráticas -siempre lo que menos esperamos- constato que ese aprecio nace de los sueños, de los juegos, de los recuerdos que vuelcan en esas pequeñas cosas.

Afortunadamente, todavía nos sorprenden con sus elecciones, las verdaderas, cuando con todo a su disposición es lo más inesperado lo que llena sus tardes.

Y lo hacen a pesar de la celeridad con que nos lanzamos a incluirles en el círculo vicioso que nos hemos construido, la noria en la que giramos como un hamster alocado. De este modo, nuestros hijos acumulan una infinidad de juguetes con los que les agasajamos.

Muchas veces me me pregunto qué imagen ofrecerá nuestra cultura material al hipotético arqueólogo del futuro, al cínico Taylor deseoso de restregarle a un orangután sabihondol os hechos, que quizás hubo unos seres humanos antes de los simios. Supongo que habrán de desentrañar lo que fuimos escarbando, reanimando viejas máquinas que guardan en sus tripas digitales monumentos a nuestra estupidez y banalidad.

***

La anciana se levantó del sofá y con el paso ligero, dubitativo e inseguro de algunos mayores, que siempre parecen caminar al borde de la caída llegó al armario, lo abrió y guardó con cariño la fotografía de carné de su bisnieta.Antes de hacerlo se detuvo un instante, miró con los ojos brillantes a su alrededor y sosteniéndola con ambas manos, como si de un tesoro se tratara -en verdad lo era- depositó sus ajados labios en la foto con un sonoro beso.

***

Me viene a la cabeza una escena de La memoria del agua en la que uno de los protagonistas repasa en un ordenador las imágenes de su hijo fallecido. Se trata de un plano corto, con el actor de perfil iluminado por la luz de la pantalla del monitor y los sonoros clics subrayando el vacío.

Es de suponer que ese momento debe transmitir una emoción, podría ser el sufrimiento del padre, incapaz de expresar claramente su pérdida. Pero más que eso, refleja un tremendo vacío, el sinsentido de un tipo cliqueando ante un ordenador en busca de consuelo, de algo.

La escena funciona en el segundo sentido más que en el primero, y posiblemente sea lo que buscara su director.

Una fotografía cosificada en papel mantiene un poder evocador, una cercanía y un consuelo -el mero hecho de contornear un rostro querido- que una pantalla es incapaz de ofrecer, ya que funciona mucho mejor como objeto inalcanzable, intocable. Al menos para el dinosaurio que esto escribe.

En cambio, nos contentamos con almacenar fotos y fotos, vivir a través de lo digital, siempre pendientes de sacarnos en la mejor pose para compartir, como si fuera más importante lo que mostramos en la pantalla que lo que hay más allá.

Extraño mundo que vamos forjando.

Hoy la fuente ha discurrido por meandros no sé si tortuosos pero desde luego poco claros e inconstantes. Así son las musas, así es esta mirada algo ajena que contempla lo que nos rodea.

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