En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

viernes, 19 de mayo de 2017

Creación

Gotas de sudor cayeron sobre el libro abierto, la luz vacilante del candil sólo iluminaba un pequeño círculo de la mesa: el libro, ajado, abierto hacia el último tercio del mismo, las hojas emborronadas y garrapateadas apresuradamente, las manos descarnadas y temblorosas del escriba encima del libro, proyectando sombra, ocultando pudorosamente lo escrito. Un espasmo agitó las manos que se aferraron al libro, como si quisieran destrozarlo.

Un gemido gutural escapó de su garganta, le faltaba el aire, no podía respirar, angustiado, se inclinó sobre el escritorio derribando el frasco de tinta, sus manos se agitaban hacia el extremo de la mesa, allí donde había dejado la jarra de agua.

La llama del candil se movió oscilante iluminando sombras distorsionadas que se multiplicaron en las paredes de la habitación, mientras pugnaba por servirse un poco de agua, sus ojos, casi ciegos, se encontraron con las formas que se recortaban en la pared. Soltó la jarra y saltó hacia atrás, cayéndose de la silla. Permaneció en el suelo sollozante mientras cerraba los ojos con las escasas fuerzas que todavía conservaba.

Lentamente, aún con los ojos cerrados, colocó la silla de pie y se sentó. Llevó la mano hacia el candil y lo colocó para que sólo iluminara la superficie de la mesa, dejando a oscuras el resto de la habitación; entonces abrió los ojos.

Observó las líneas retorcidas de escritura, su mano temblorosa las recorrió despacio, ya quedaba poco, muy poco. La tinta derramada fluía por la mesa y empezó a gotear sobre sus rodillas, temeroso, cogió el libro y lo depositó sobre la silla mientras, con la manga de su camisa y gesto cansado, limpiaba la superficie manchada.

Un espasmo agitó su rostro, ¡la tinta!, con premura recogió el frasco volcado y lo observó a la luz del candil, ya no quedaba nada, tan sólo unos posos secos en el fondo. Un gemido angustiado salió de sus labios mientras notaba que las fuerzas le abandonaban, el gemido se transformó en sollozo cuando cayó postrado junto al libro depositado en el asiento de la silla. 
De nuevo sus manos agarraron el volumen como si quisieran destrozarlo, durante unos angustiosos segundos permanecieron retorciendo las tapas, se oyó un breve chasquido del cuero pero, en vez de romperlo, el escriba cerró el libro y lo abrazó encogiéndose más y más, hasta convertirse en un ovillo bajo la mesa.

Durante unos momentos, dulces y piadosos instantes, perdió el conocimiento, olvidando lo que le rodeaba, el libro que sostenía en sus brazos era su propio hijo recién nacido, cuando el mundo todavía era un lugar luminoso y lleno de esperanza; pero ya no había esperanza, no había salvación, no había futuro, sólo la confianza de que después de acabar el olvido le alcanzaría y su espíritu se disolvería en un mar de tiempo. Ese pensamiento le dio la calma suficiente para incorporarse lentamente, sorbía y parpadeaba para librarse de las lágrimas mientras se ponía en pie y acunaba al libro, su hijo.

Sus manos no temblaron al depositar con cuidado el libro sobre la mesa, antes se había asegurado que estuviera completamente limpia, incluso había utilizado un poco de la escasa agua que quedaba en la jarra para terminar de quitar los restos de la tinta derramada. Después abrió un cajón de la mesa y sacó un punzón manchado de óxido o sangre, un grueso cordel, un cuenco metálico, un cubo oscuro y un pequeño frasco con un líquido aceitoso.

Vertió el líquido en el cuenco y empezó a desmenuzar la sustancia que conformaba el cubo hasta conseguir disolver una parte importante en el aceite, para lo que utilizó un pequeño mortero que también sacó del cajón.

El conocimiento procede de nuestro interior, de nuestra esencia, se dijo mientras se remangaba dejando al descubierto el antebrazo izquierdo, surcado por gruesas y abultadas venas, lleno de cortes y heridas supurantes. Cogió el grueso cordel y lo ató en torno al brazo apretando con fuerza hasta que notó que se le cortaba la circulación. Las llagas, unas recientes, otras casi cicatrizadas, adquirieron un tono violáceo enfermizo y destilaron un líquido desvaído que no era sangre. Manteniendo el cordel sujeto con los dientes, tirando con más y más fuerza, cogió el punzón y delineó una de las venas menos castigadas desde la muñeca hasta el final del antebrazo. El pulso le temblaba en el recorrido. Detuvo el afilado extremo del estilete, oxidado por la sangre reseca, un instante antes de hundirlo con fuerza en la vena. Escuchó un sonido seco como si atravesara cuero reseco. Echó la cabeza atrás apretando todavía más el cordel en torno al brazo hasta que la sangre empezó a manar. Primero la misma sustancia desvaída, que no era sangre; al cabo de unos segundos empezó a adquirir mayor densidad y color, y descendía por el antebrazo con morbosa lentitud. El hombre observaba fascinado, como si aquel no fuera su brazo, como si no fueran sus humores los que escapaban morosamente de su cuerpo. Extendió el brazo de modo que el fluido goteara en la mezcla que había preparado.

***

No quedaba agua. Miró al fondo de la jarra, un espasmo le agitó mientras lo hacía y, sin fuerzas, la dejó caer al suelo. El súbito estruendo resonó en la habitación y más allá de la luz piadosa del candil, las sombras se agitaron inquietas. 

Tenía la garganta reseca, pero nada importaba excepto su obra; ajeno al susurro de la oscuridad, continuó escribiendo, letra pequeña, picuda, abigarrada, en letras brillantes de sangre y conocimiento. El rasgueo de la pluma contra el papel resonaba en la habitación, reverberando y lanzando su eco contra el muro de impenetrable negrura que se extendía como un infinito más allá del, cada vez más tenue, círculo de luz. 

La oscuridad vibró, como una cosa viva, a su alrededor, como si tratara de asomarse por encima del hombro del escriba y contemplar el resultado de su creación, a su hijo. La luz del candil, mortecina, sin aceite que la alimentara, declinaba.

El escriba echó un breve vistazo angustiado a la lámpara sin dejar su tarea, escribía en la última hoja, arrugada, emborronada de tinta, sudor y sangre, la última línea, la última palabra, el punto final.

La llama del candil titiló animada por las sombras, el hombre suspiró sin dejar de mirar aquella última hoja. Dejó la pluma sobre la mesa, extendió las manos, descarnadas, sangre seca en la piel, y acarició con delectación casi sensual el borde del libro finalizado. Con cuidado, con amor de padre, pasó las hojas lentamente; desde las primeras: escritas con pulcritud, fuerza y vigor, la misma letra picuda, hasta las últimas: trémulas, retorcidas, agónicas.

Las facciones contorsionadas, desgastadas por un sufrimiento interminable, del hombre se relajaron cuando apoyó el rostro sobre la mesa y cerró los ojos, la mano acariciando las tapas del libro.

***

Soñó. 

Sostenía a su propio hijo, carne, sangre, huesos, fruto del deseo, del amor. La felicidad, la esperanza no eran el recuerdo de un mundo muerto y desaparecido tanto tiempo atrás que sus ojos habían olvidado la luz deslumbrante del sol, su piel la caricia del viento y su espíritu el contacto de otro ser humano.

Observó el rostro anhelante, hambriento de su hijo y lo acunó junto a su pecho, lo abrazó para protegerlo. Era uno con su descendiente, con su legado.

La luz del candil chispeó agotada.

La oscuridad se removió, ansiosa.

Su hijo, gorjeando, hundió una manita gordezuela en sus entrañas. La carne se abrió, desgastada y consumida, sintió la sangre manar, empapar el cuerpo rollizo y cálido de su hijo, y sus vísceras palpitaron ante los ojos curiosos, y hambrientos, de su hijo.

***

El cuerpo del escriba se retorció, sufrió una sacudida y se arqueó irguiéndose de la silla, crujiendo todas y cada una de sus vértebras en un sonido terrible, aterrador. Alzado de puntillas, los brazos extendidos, la cabeza colgando obscenamente hacia un lado, una nueva convulsión agitó la figura. La quebró como una rama seca, la sangre salpicó la mesa, impregnando las cubiertas y las hojas del libro.

La carcasa vacía, exangüe, cayó al suelo con un ruido sordo, húmedo.

La mecha del candil humeó unos instantes, como resistiendo el embate de una fuerza superior, antes de ser engullida por las tinieblas y desaparecer para siempre.

El libro, por fin completo, permaneció en la oscuridad, aguardando.

miércoles, 3 de mayo de 2017

La caja

Con infinita ternura levantó el brazo de la niña que dormía hecha un ovillo; abrió su mano, pequeña, suave y cálida, y lentamente cogió la caja de madera. La depositó cuidadosamente encima de la mesilla. Su caja de tesoros. La pequeña exhaló un hondo suspiro, masculló en sueños.

"No la abras, papá. Nunca" Sonrió al recordar tan severa admonición.

Conocía parte del contenido: una pequeña concha de vieira, plana, de color rosado, la más bonita de las que cogieron dos veranos atrás; aquella canica brillante, algo desconchada, que encontró en una expedición al trastero de los abuelos; los "diamantes" que dejaron los Reyes Magos en una bolsita de cuero; unas monedas (francos y pesetas en desuso); un dibujo de Spider-Man -uno de los primeros que le abocetó, recuperando viejos hábitos-. Las otras pertenecían al corazón de su hija, a recuerdos e historias privadas, íntimas, a la imaginación de una niña de ocho años. Fueran cuales fuesen.

La arropó un poco y abandonó la habitación para continuar la ronda nocturna.

***

Vivimos en una sociedad inmediata, ansiosa de poseer, disfrutar, utilizar, desechar y correr hacia la próxima experiencia en un ciclo que parece no tener fin. Consumimos como si no hubiera mañana, poseemos infinidad de cosas a las que paradójicamente apenas damos valor, a juzgar por el cúmulo de basura que apilamos sin medida. Llenamos nuestras casas de prendas de un sólo uso, lámparas en las que no puedes reemplazar la bombilla, piezas de mercadotecnia de la última serie de moda, elementos de diseño impersonal, infinidad de cachivaches. 

Todo ello, al mismo tiempo que lanzamos a la nube nuestros recuerdos, nuestras experiencias acumuladas en gigas de fotos y vídeos que mendigan un me gusta en las redes sociales.

Hay momentos en que la paradoja me abruma, la falta de sentido me incapacita, me hace desear huir, correr hasta quedarme sin aliento. Especialmente, cuando veo ese aprecio sin medida que vierten los más pequeños por las cosas más insólitas.

Quiero creer que todavía no han sido mancillados por el ansia consumista -aunque sean tremendamente vulnerables al capricho y a la publicidad- pero ante sus elecciones idiosincráticas -siempre lo que menos esperamos- constato que ese aprecio nace de los sueños, de los juegos, de los recuerdos que vuelcan en esas pequeñas cosas.

Afortunadamente, todavía nos sorprenden con sus elecciones, las verdaderas, cuando con todo a su disposición es lo más inesperado lo que llena sus tardes.

Y lo hacen a pesar de la celeridad con que nos lanzamos a incluirles en el círculo vicioso que nos hemos construido, la noria en la que giramos como un hamster alocado. De este modo, nuestros hijos acumulan una infinidad de juguetes con los que les agasajamos.

Muchas veces me me pregunto qué imagen ofrecerá nuestra cultura material al hipotético arqueólogo del futuro, al cínico Taylor deseoso de restregarle a un orangután sabihondol os hechos, que quizás hubo unos seres humanos antes de los simios. Supongo que habrán de desentrañar lo que fuimos escarbando, reanimando viejas máquinas que guardan en sus tripas digitales monumentos a nuestra estupidez y banalidad.

***

La anciana se levantó del sofá y con el paso ligero, dubitativo e inseguro de algunos mayores, que siempre parecen caminar al borde de la caída llegó al armario, lo abrió y guardó con cariño la fotografía de carné de su bisnieta.Antes de hacerlo se detuvo un instante, miró con los ojos brillantes a su alrededor y sosteniéndola con ambas manos, como si de un tesoro se tratara -en verdad lo era- depositó sus ajados labios en la foto con un sonoro beso.

***

Me viene a la cabeza una escena de La memoria del agua en la que uno de los protagonistas repasa en un ordenador las imágenes de su hijo fallecido. Se trata de un plano corto, con el actor de perfil iluminado por la luz de la pantalla del monitor y los sonoros clics subrayando el vacío.

Es de suponer que ese momento debe transmitir una emoción, podría ser el sufrimiento del padre, incapaz de expresar claramente su pérdida. Pero más que eso, refleja un tremendo vacío, el sinsentido de un tipo cliqueando ante un ordenador en busca de consuelo, de algo.

La escena funciona en el segundo sentido más que en el primero, y posiblemente sea lo que buscara su director.

Una fotografía cosificada en papel mantiene un poder evocador, una cercanía y un consuelo -el mero hecho de contornear un rostro querido- que una pantalla es incapaz de ofrecer, ya que funciona mucho mejor como objeto inalcanzable, intocable. Al menos para el dinosaurio que esto escribe.

En cambio, nos contentamos con almacenar fotos y fotos, vivir a través de lo digital, siempre pendientes de sacarnos en la mejor pose para compartir, como si fuera más importante lo que mostramos en la pantalla que lo que hay más allá.

Extraño mundo que vamos forjando.

Hoy la fuente ha discurrido por meandros no sé si tortuosos pero desde luego poco claros e inconstantes. Así son las musas, así es esta mirada algo ajena que contempla lo que nos rodea.