En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

viernes, 7 de octubre de 2016

Ten paciencia

Pero, ¿cómo tengo paciencia?, recuerdo esta pregunta enunciada por mi hija mayor, en tono de angustia e incomprensión ante la imposibilidad de alcanzar ese concepto que se le escapaba, inaprensible como agua entre los dedos.

Ese momento viene a mi memoria mientras, de cuclillas, muy cerca del pequeño, la mano tranquilizadora sobre el pecho, le digo: "Ahora me lo pides sin enfadarte y por favor cuando lleguemos a ese coche amarillo".

Un duelo de voluntades que se va a prolongar durante años, mientras moldeamos -maleamos, a veces- a nuestros hijos intentando enseñarles a tener paciencia. 

Una virtud que mal entendida puede llevar a la resignación pasiva de la inacción "ten paciencia que todo llegará", cuando la paciencia debería ir apellidada de constancia y esfuerzo. Dos palabras que en boca de todos, repetidas como un mantra, se siguen mirando como sospechosas y, en realidad, poco deseables. Compañeros necesarios de los que querríamos prescindir lo más pronto posible. Sólo basta ver los anuncios que nos rodean: "pierda esos michelines sin esfuerzo y en diez días", "aprenda inglés sin esfuerzo", "viva aventuras sin peligro y sin esfuerzo: tírese en barril por la catarata Victoria", "épica sin sufrimiento"... perdón, eso se ha colado de otro sitio. Olvidénlo, por favor.

Vuelvo a esa pugna de voluntades, ese terreno inexplorado en el que te adentras como un navío en la bruma; no sabes en qué momento todo se volvió un tira y afloja constante con los pequeños, una batalla por encontrar espacios, los suyos, los tuyos y los comunes.

Mientras persigues ese noble objetivo formador chocas con la realidad de nuestro tiempo, con la histeria que parece rodearnos. Una vorágine en la que queremos todo ahora, de forma compulsiva, sin reflexión alguna; estallidos de información, afirmación, refuerzo o reprensión que te bombardean en forma de "bips, bips" cuando no en estruendosas melodías o frases supuestamente graciosas que reverberan en todos los lugares, brotando como cuchillas de los móviles de última generación. Llamadas apremiantes, histéricas e impacientes; angustia porque no has leído el mensaje, agonía porque habiéndolo hecho no has contestado.

El tiempo se comprime en un diminuto instante, en el que todo ha de ocurrir ya porque si llega mañana ha perdido validez, se ha desvanecido en el hiperespacio, en la red, en ese inmenso agujero negro en torno al que gravita todo y que todo engulle. Sólo importa el último mensaje, el tuit más rápido o ese "me gusta" que a nada compromete.

El caos histérico del ahora mismo. Y tú intentando explicar cómo tener paciencia.

Pienso en ese abismo que nos aguarda, que les aguarda; en el brutal choque de lo que quieres enseñar y lo que la realidad (fácil y trastocada) impone. Lo hago mientras sigo contando en voz alta hasta diez: "Ahora me lo puedes contar, que te escucho". 

Es entonces, como muchas otras veces, cuando añoro un mundo que apenas conocí y que encuentro, más y más lejano, cuando miro hacia atrás.

Una época menos inmediata, en la que la espera se convertía en virtud, en la que atesorabas poco a poco conocimiento, experiencia y reflexión de un modo, quizás, más natural, más costoso también pero precisamente por ello más gratificante. Hoy es todo tan urgente, tan instantáneo que se desvanece apenas sucede mientras saltamos, ávidos, a la próxima emoción.

En cierto modo, añoro un mundo que no he conocido, una época que demandaba más paciencia y que imponía un sosiego que hoy día parece haber desaparecido. Mientras escribo esto no puedo evitar sonreírme porque esta queja es muy similar a la que esboza Stefan Zweig en su peculiar biografía El mundo de ayer, memorias de un europeo, quien vivió el salto cuántico desde postrimerías del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial.

Aunque en realidad, al pensar en la paciencia, en una vida o mundo más sosegado, quería sacar a colación la historia de la señorita Hanff y el señor Doel, donde además de la paciencia, la palabra escrita tiene un peso fundamental.

Estoy hablando de 84 de Charing Cross Road de Helene Hanff, una novelita muy corta que narra la relación epistolar -real- entre la autora, residente en Nueva York, y el responsable de una tienda de libros antiguos en Londres a lo largo de veinte años. A través de esas cartas y fragmentos (la autora confiesa haber perdido parte de ellas), asistimos a la forja de una profunda amistad, a la generosidad desinteresada entre almas afines, que termina por extenderse a todos los trabajadores de la muy seria y respetable firma de Marks and Company. Cartas que también reflejan el transcurso inexorable del tiempo, desde finales de los cuarenta hasta finales de los sesenta, desde el racionamiento de posguerra en Gran Bretaña hasta los acelerados y felices sesenta.

Al leer este libro me siento como Zweig, asombrado por los cambios que impone nuestra época, entristecido por la pérdida irremisible de una espera llena de anticipación e ilusión; cartas que han de cruzar el océano Atlántico, ¿podré fiarme del servicio postal de Su Majestad la Reina? 

Pienso en la inmediatez y la vigencia infinitesimal que caracterizan nuestra época y se me antojan, a pesar de sus innegables ventajas, carentes de cualquier encanto o magia. Incapaces de contribuir a desarrollar esa virtud, la paciencia, que intento inculcarles con convicción pero con la duda de si no será una vestigio destinado a desaparecer arrollada por la horda de buscadores de pokemons.

Por cierto, el libro, que sabe a poco, tiene un emocionante y divertido reflejo en la película homónima de David Jones con una memorable Anne Bancroft como Helene Hanff y Anthony Hopkins como Frank Doel.



En España se tituló La carta final. Sin comentarios.