En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

domingo, 26 de octubre de 2014

Ese libro

Ese libro que para ti, sólo para ti, entraña un significado único; te ata al pasado con un lazo irrevocable, a un momento en que todo era más brillante. No porque fuera mejor sino porque todo estaba más lejos, porque las posibilidades yacían ante ti desperdigadas, diseminadas en el camino de la vida que empiezas a transitar.

Este libro no es, desde luego, EL LIBRO -no estoy seguro siquiera de tenerlo- aunque de hacer una lista (sentimental) figuraría en ella sin dudarlo. Quizás porque desapareció y a lo largo de los años su presencia sobrevoló como una sombra, un hueco en la estantería, en las múltiples estanterías que he ido llenando con el tiempo y que siempre estuvieron faltas de él.

Tampoco es un gran libro, ni siquiera el primero de su género que cayera en mis manos, pero afirmó un sendero que entonces apenas estaba hollando, que he recorrido muy gustoso y al que vuelvo a pesar del polvo y las malezas que lo cubren en mi ausencia.

Se trata de Leyendas y figuras mitológicas de Emilio Genest, publicado por Editorial Juventud. 




En él se abordan los principales mitos greco-romanos en un lenguaje sencillo con ese tono pudoroso tan propio de principios del siglo XX pero con indudable encanto y capacidad evocadora. El Caos, el nacimiento y ocultación de Júpiter del ansia devoradora de Saturno, el ascenso de Júpiter al trono del Olimpo y sus amoríos componen el primer tercio del libro; Genest continúa con un repaso por las principales divinidades olímpicas: Minerva, Neptuno, Plutón, Vulcano, Venus, Apolo, Diana, Mercurio y Baco; y termina con un resumen de catorce semidioses, héroes y personajes griegos, de Hércules a Jasón, pasando por algunos atípicos en este tipo de recopilaciones como Belerefonte (vencedor de la Quimera), Atalanta o Ifigenia.

Observará el lector atento que he utilizado los nombres latinos y no los griegos, pues así lo hace el autor y esos fueron para mí los primeros nombres del panteón olímpico. Luego llegarían otras lecturas y descubriría a la ojizarca Atenea en los versos de Homero, pero eso es otra historia.

Vuelvo al libro de Genest, que cuenta con unas maravillosas ilustraciones de Joseph Kuhn-Regnier, ilustrador francés nacido en 1873, cuyo estilo, delicado y muy años veinte, se inspira en las cerámicas de figuras rojas y negras de la Grecia antigua, de donde coge la mayor parte de sus temas. 


Perseo y Andrómeda (Kuhn-Regnier)


Edipo y la esfinge
(Kuhn-Regnier)


El juicio de Paris (Kuhn-Regnier)
La delicadeza de sus ilustraciones fue el hilo de Ariadna que trajo de vuelta este libro a mis estanterías. Indagando sobre este artista algo más tarde, descubrí una vertiente más picantona en sus imágenes habiendo ilustrado Les Chansons de Bilitis, una colección de poemas a la manera de Safo.

Porque, como he comentado, este libro desapareció. En algún momento le perdí la pista, quizás prestado, quizás guardado en alguna caja escondida. Nunca olvidado, quedó relegado al ahondar en las fuentes originales, al empaparme en Homero, Sófocles, Esquilo, algo menos Eurípides, Ovidio, Apolodoro o Apolonio de Rodas.

El libro permanecía, no obstante, como un dolor fantasma, el recuerdo de una extremidad perdida, que afloraba al reparar en el estante de los libros de mitología, incompletos sin él. Pero era un dolor soportable, apenas un breve y ocasional pinchazo.

Entonces llegó el momento, la necesidad de volver a tenerlo, de conectar con ese pasado, esa añoranza. Probablemente fruto de los años que vas dejando a tus espaldas o de los ojos brillantes que esperan nuevas historias, que observan tu frente ceñuda mientras compones, de forma apresurada, mezclando lo leído con lo imaginado, una aventura que regale sus tiernos oídos y satisfaga sus ansias de maravilla.

Recuerdas la emoción con que pasabas las hojas y te deleitabas con sus imágenes en tonos ocres, blancos y negros que te transportaban a otros mundos, a otra época.

Quieres tenerlo, no sólo por lo que significa para ti sino por lo que, en potencia, podría significar para ellos. Y emprendes la búsqueda, rastreas en la red (una imagen que logras encontrar: el juicio de Paris, ni idea del autor o del título del libro), preguntas en librerías y lanzas preguntas, necesariamente difusas, al hiperespacio.

Y, por fin, llega. Mención honorífica al contertulio Faustoea de Sedice quien identificó acertadamente a Kuhn-Regnier y el libro de Emilio Genest (nombres que ya no olvidaré nunca).

Vuelve a estar en mis manos. Sólo un pesar, no es la edición de los 90, la que siempre me acompañó, y no figura en su portada ese desfile triunfante de Baco-Dioniosios. No importa. Está ahí, por si ellos, alguna vez, quieren asomarse a sus páginas. 

Una reseña de la primera edición en el ABC del 19 de abril de 1928 resume a la perfección mi opinión sobre este libro. Dice así: "Dicho libro, de Emilio Genest, representa importante aportación a la cultura contemporánea, puesto que es una completa historia de la Mitología, tan útil como interesante para los lectores en general [...]".

Este libro tiene, pues, casi cien años y sigue abriendo puertas al Olimpo. Dije que no era un gran libro pero alguna virtud ha de tener si perdura casi un siglo después y, más modestamente, ha persistido en mi memoria durante años.

Por fortuna, la fuente umbría tiene poco que ver las aguas del Leteo -vuelve la maldición latina- y ha regado con profusión esta añoranza recuperada con éxito.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Apuntes

Se acercó al borde de la charca, por entre las ramas de los sauces, y buscó un lugar seco donde sentarse en la orilla. Allí, tomó su cuaderno de la ajada mochila de cuero, lo abrió por la primera hoja en blanco que encontró y tras una corta inhalación comenzó a dibujar. Sus ojos iban de una imagen a otra, revoloteando como un colibrí, deteniéndose sólo su suficiente para que su mano, segura y rápida, abocetara rápidamente lo que había captado su atención. 

***

Al igual que un dibujante ejercita su pulso emborronando el primer papel en blanco que encuentra, ya sea el boceto de un trabajo que tiene en mente, una imagen que le llama la atención mientras espera al amigo inconstante que siempre llega tarde o esbozos recurrentes en los que puedes seguir su evolución y sus obsesiones particulares; del mismo modo sientes la necesidad de jugar con situaciones, descripciones y frases que se repiten de forma constante en tu memoria. Imágenes que transformas en palabras con la esperanza de que reflejen fielmente las emociones que despiertan en tu interior. O los pensamientos, creencias y códigos sobre los que vuelves una y otra vez.

La mayor parte de estos párrafos imaginados quedan enterrados en la memoria donde el polvo del olvido los cubre pudorosamente. Pasado ese momento de inspiración y llegado el de trasladarlos al papel nunca quedan tan brillantes, tan potentes. Mejor, el olvido.

Sólo con mucho esfuerzo salen a la luz. Ya dije que esta fuente umbría tenía mucho de libertadora de pensamientos pergeñados, madurados en la oscuridad durante mucho tiempo.

Me faltan, lo reconozco, disciplina, sentido y objetivo para volcarlos al papel. Sigo siendo un romántico irremediable, hablo y pienso en papel, añoro la pluma con la que pocas veces escribí. Lo sustituimos por la pulcra eficiencia del procesador de texto, aunque se empeñe en corregirte palabras, frases y expresiones correctas.

*** 

Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, que bregaba una batalla solitaria en los intersticios de las peñas. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, que se arremolinaba en un silbido agudo y quejumbroso hiriendo los oídos. 

***

Decía que me faltan objetivo y disciplina. Es cierto. Si bien esa ausencia no empaña la emoción de buscar la palabra adecuada, el orden y tono exactos; es más, puede que espolee esa búsqueda. Una actividad que no siempre resulta placentera pero que deviene en un juego absorbente, capaz de mantenerte frente a un párrafo probando con sutiles cambios, insignificantes unas veces, radicales, otras.

Es una búsqueda hermosa, hasta noble, y como todas, ardua y frustrante; un Grial de infinitas posibilidades que apuras durante horas y horas, siempre con un regusto amargo.

A veces, mientras contemplas lo que vas tecleando -seamos precisos y dejemos de lado el romanticismo- la duda crece al tiempo que lo hace un impulso terrible: borrarlo todo y comenzar de cero. Es más, hay algo oscuro, casi perverso y seguramente vengativo en ese deseo de empezar de nuevo: una rebelión contra la fuerza de lo ya escrito. 

Las palabras impresas en la hoja adquieren vida propia, escapan de tu control, e inician un desafío silencioso y altanero. Lees lo escrito y comienzas a dudar de tu capacidad para terminarlo, te detienes ante un cambio que quizás arruine todo un párrafo en el que has volcado todo tu esfuerzo, temes destruir la trabazón interna que sentías seguir o, simplemente, sospechas que has llegado a un callejón sin salida. Sólo algunas veces te sorprendes ante la fuerza de lo escrito y esas ocasiones pueden llegar a ser las peores, pues reconoces tu incapacidad para estar a la altura de ese brevísimo momento de gloria.

Así pues, puedes verte arrastrado a un abismo de inseguridad que te atenaza con fuerza, en el que sólo ves oscuridad, un dédalo de palabras, frases, significados que navegan en un mar embravecido de posibilidades infinitas. Si cedes y te dejas arrastrar a sus profundidades cambiantes puede ser el final de tu aventura, una condena al ostracismo para esa historia que pugnaba por nacer, que bullía reverberando en tu interior. A veces, sabes que haces lo correcto, otras, tendrás siempre la duda.

Es un proceso duro al que sólo pones coto por cansancio o por una moderada satisfacción (al volver sobre un texto siempre estarías dispuesto a cambiar algo, por mínimo que fuera).

*** 

Era un paraje roqueño, áspero, apenas suavizado por sombras de musgo amarillento, bregando en los intersticios de las peñas una batalla solitaria. Una imagen de desolación barrida por un viento desabrido, arremolinado en un silbido agudo y quejumbroso que hería los oídos. 

***

En realidad, sólo estás a salvo mientras mantienes las palabras, las frases y las ideas encerradas en tu interior, mientras juegas con ellas y las dejas macerar, bullir en una nebulosa de la que sólo percibes retazos, hebras apenas aprehendibles, imágenes difusas que componen un collage que sólo tú comprendes. Mientras estás en el mundo de lo posible, que sólo tú aprecias y en el que habitas como un demiurgo infinitamente creador, sin límites, sin trabas.

Llega un momento, empero, en que esas ideas se hacen demasiado fuertes, ansían la vida de lo escrito y has de dejarlas salir. Exponerlas a la degradación de lo escrito o ahogarlas para siempre en el silencio. Entonces, rendido ante lo inevitable, templas las palabras eliminando la escoria, lo superfluo, martilleas el teclado moldeando frases y párrafos que acojan a esas ideas mil veces soñadas en tu cabeza. Es un destilado que deja un producto impuro, porque siempre lo imaginado será superior a lo escrito, ya lo dije, y una vez leído nunca sonará tan hermoso, terrible, dramático, poético...


En esta batalla siempre peleo en desventaja, he de reconocerlo, y las más de las veces termino contemplando con pesar la desolación de la derrota.

***

Ante él se extendía un paisaje áspero, salpicado de rocas, donde sólo unos retazos de musgo amarillento rompían la grisácea monotonía. El viento silbaba agudo, espoleado a impulsos desabridos. Una desolación que acompañaba el vacío de su corazón.

jueves, 2 de octubre de 2014

Pero Miguel



"Pero Miguel", la expresión llega estruendosa, una andanada imprevista, inmisericorde y no exenta de cierta brutalidad. Por un momento, el silencio se adueña de mí, un breve destello de incredulidad, un muy contenido orgullo y un pinchazo de tristeza me asaltan en lo que tardo en dar un paso atrás, desplazándome lo imprescindible, mientras enarbolo un apaciguador vale. El socorrido vale que acude presto a la menor ocasión.

Dejo hacer mientras pienso que lo que me ha impactado, paralizado, no es el nombre propio en labios de mi hija de cinco años, ¿dónde quedó el papá o ese papi zalamero cuando quiere algo -algo que también parece innato-?

No.

Es la advertencia, la suficiencia que destilan esas dos palabras, tan bien utilizadas, tan bien entonadas. Puedo yo sola, ya lo sé, no me lo repitas, se condensan en ese “Pero Miguel” que ha llegado a traición, sin aviso alguno.

Me pregunto en qué escuela lo ha aprendido, ¿en qué momento alcanzó la sabiduría para conocer el momento, el tono y el tempo justos para dejar caer esas dos palabras con tanto tino? De pronto, tan solo con pronunciarlas, se convierte en adulta, se alza para mirarte de igual a igual. 

Me digo a mí mismo que no hay nada premeditado, consciente o perverso en ello. Con humildad, me maravillo (otra vez) ante el desarrollo de procesos mentales que, en nuestra ignorancia y convencidos de nuestra adulta superioridad, consideramos impropios de niños.

Seres a los que no siempre sabemos tratar, ora como incapaces, entes inmaduros que se pueden romper a la menor presión, ora como adultos en miniatura a los que exigimos que asuman una vida que nos ha costado años asimilar, dejando la infancia por el camino. Nos olvidamos de que tienen su propia esencia, lógica y coherencia interna; que ponen toda su imaginación, intuición, vountad, recursos, conocimiento y experiencia para afrontar un mundo que no comprenden (¿lo hacemos nosotros?), un mundo constreñido por normas arbitrarias y, fundamentalmente, por nuestra propia inconstancia. Lo que me recuerda a esta divertida reflexión de Neil de Grasse Tyson: Deja que los niños jueguen. No sé si será un gran científico pero sí me parece un maravilloso divulgador.

Quedan ahí esas dos palabras "Pero Miguel" resonando en el aire, creando un pequeño vacío, que poco a poco irá ampliándose con el tiempo. Es inevitable. Está creciendo.

No me importa. 

En realidad, sí me importa. Lucharé con todas mis fuerzas para que conserve lo mejor de ser un niño, para que no huya de la infancia como de un campo devastado con nuestras ensoñaciones añorantes de un pasado idealizado. 

Han de encontrar su propio camino a través de la infancia, aunque eso suponga abandonar el sendero que le hemos trazado, amorosamente, con tanto mimo o se manifiesten con ese "Pero Miguel" que se escucha brutal en tan tiernos labios. 

Sólo podemos aspirar a dotarles de las herramientas necesarias para andar ese camino que será, necesariamente, distinto al nuestro o al que imaginamos. 

Con todo, lo más importante es que, a pesar de todos los "Pero Miguel", y habrán de venir más -algunos mucho más dolorosos que éste-, seguiré estando ahí, a medida que construya su propio camino; a uno, dos o tres pasos de distancia, a los que sean necesarios, los que vaya reclamando... y peleando. Porque, y esta es la ironía final, tendrá que pelearlos. Está inscrito en nuestro ADN, no cederemos fácilmente y posiblemente nunca asumamos esa realidad: tienen que crecer.

Hoy la fuente brota límpida, cristalina y fresca, nutrida por emociones y reflexiones de lo cotidiano; un hito para un padre, algo que ocurre desde hace milenios. 

Está creciendo.