En lo más profundo del bosque, una oquedad rocosa por la que rezuma el agua, gota a gota, deslizándose entre la piedra musgosa, hasta que en un salto vertiginoso, impropio de su trabajoso viaje por la roqueña pendiente, nace la fuente umbría. Agua infatigable que alimenta un pequeño estanque, plácido y fresco, permanentemente sombreado por los sauces que lo bordean.

Allí, justo al lado del salto de agua, hay una roca, húmeda y pulida por el continuo salpicar, que parece moldeada a propósito para la reflexión, que invita al viajero a un no muy arduo trasiego pendiente arriba para descansar de la fatiga y, con suerte, sentir el roce cálido del sol, que serpentea entre las ramas de los árboles y sólo muy de vez en cuando espejea en el agua.

Sentémonos, pues, junto a la fuente umbría.

martes, 30 de diciembre de 2014

Notas sobre el tráfico

El verano todavía colea en los primeros días del otoño: cálido, luminoso, con ese cielo azul cobalto de Madrid que enardece el ánimo; los coches ruedan por la calle con su habitual indiferencia y constancia, el tráfico perenne e inexplicable de la capital; la gente camina aliviada por la inesperada templanza del clima, haciendo acopio del sol antes de las penumbras del invierno.

Es un día cualquiera.

Entonces, oigo los acordes. Notas perdidas que atraviesan con dificultad el ruido del tráfico a la búsqueda de un oído amigo. Es un piano que suena con insistencia, firme ante la incongruencia de reñir con el sordo rugido de los coches, cuando lo apropiado sería un salón tenuemente iluminado, un auditorio receptivo e íntimo.

A merced de esas notas, la tarde cotidiana, el final de la jornada, se transforma. Levanto la cabeza y acelero el paso, husmeando como un sabueso, busco el origen de la música.

Unos metros más adelante, un corrillo disperso de transeuntes curiosos me señala la escena: un piano blanco en la esquina, un hombre de chaqué, de riguroso negro, acaricia las teclas compitiendo con las prisas y la indiferencia que nos escudan en nuestro peregrinar por la ciudad.

Antes de haberme decidido, ya he encaminado mis pasos hacia los pocos que, con cierto aire complice, escuchan al pianista.

La mayor parte de de la gente se detiene apenas unos instantes, mira a su alrdedor buscando una explicación, una causa que justifique a ese hombre tocando el piano. Al no encontrarla, reemprenden el camino con paso enérgico, como para recuperar el tiempo perdido. Imagino que muchos no volveran a pensar en ello.

En otros, puedes notar cierto azoramiento, una vergüenza apenas expresada, que no sabes si nace de haberse detenido o de la incapacidad de quedarse, quizás lamentan no disfrutar de un breve momento mágico.

Porque hay magia en ese pianista y en su blanco e inmaculado piano. No es lo sorprendente de la escena: un piano en una de las esquinas más concurridas y transitadas de la ciudad; es la fuerza de la música, esa unión de notas, tempo y armonía, que conmueve nuestras entrañas.

Cierro los ojos, dejándome llevar por una melodía que no reconozco y, de pronto, esa magia se rompe. Un recuerdo, amargo, preñado de contradicción acude a mi memoria.

***

No inducía a la compasión, ni siquiera un atisbo de pena. Más bien al contrario. Ligeramente desaliñada, el pelo sucio recogido en un moño alto, gafas, vulgaridad, ropas anchas y desastradas, lo más llamativo: un único pendiente, un arito sencillo, en la oreja. 

La voz estridente y los modales de quien pide por oficio, en la vertiente indignada con el mundo. “Sólo les puedo ofrecer mi música”, una voz chillona que hiere los oídos. 

Los acordes mal tocados de la Novena Sinfonía de Beethoven sonando en una armónica vieja. ¿Una decisión casual fruto de la popularidad de la melodía o una forma sutil de echarnos en cara, rostros ausentes, gestos cansados, miradas esquivas, nuestra indiferencia, en definitiva? 

"Todos somos hermanos en el regocijo de la alegría... Abrazaos millones de seres", dice el poema de Schiller que usó Beethoven.


Pasó con el monedero abierto, esperando alguna limosna.

Nada.

Sólo cuando se alejaba hacia el otro extremo del vagón, la mano extendida con el monedero, monedero anémico, solitario derrotado por la indiferencia. Sólo en ese momento, la irritación dio paso a algo parecido a la piedad, a la compasión.

No hice nada.

***

Navegamos en un mar de contradicciones, peleles tironeados por mil impulsos opuestos, irreflexivos, buscando constantemente un norte, unos principios que violar al primer momento de inconstancia.

Magia y miseria se dan la mano en ese mismo instante, aunados por uno de los más hermosos actos creadores de la Humanidad.

Lo decía Richard Wagner en boca de Beethoven al hablar sobre la composición de la Novena Sinfonía en Un músico alemán en París: "Pronto conocerá usted una nueva composición mía, que le recordará esto sobre lo que yo me manifestaba ahora [...] he decidido a utilizar el bello himno de nuestro Schiller A la alegría; éste es en todo caso un poema noble y conmovedor, aunque muy alejado de expresar lo que realmente no puede expresar en este caso ningún verso del mundo".

El flagelo golpea en mi interior más fuerte que cualquier reproche, más fuerte que ese monedero vacío que agitaba una mano vencida, rendida a la indiferencia. Soy yo mismo quien lo enarbola.

Con resignación, reanudo el paso, me alejo de la música que suena en mis oídos y en mi recuerdo.

Me sumerjo en la multitud anónima.